'Eden', una pura maravilla

Una crítica de @AdriNaranjo2
Es difícil en esto de la crítica poder usar la misma contundencia con lo malo que con lo bueno. Siempre es más directo y entendible el “esto es una mierda” que el “me parece espectacular”. Nos es más fácil y comprensible lo negativo que lo positivo. Otro defecto más que llevamos con nosotros. Pero bueno, sea como sea y se entienda lo que se entienda, Eden es una de las mejores películas de los últimos años. Una maravilla tan compleja, que no se puede equiparar a ninguna de las grandes obras que se han paseado por nuestra cartelera durante los escasos años que lleva con nosotros este nuevo siglo. Una joya inclasificable. De las que ponen la piel de gallina. De las que hacen renacer las esperanzas en este arte que, a veces, da señales de mediocridad y banalización. Eden es una punta de lanza que esperamos que sirva para muchos nuevos creadores. Una joya.


No se asusten cuando lean por ahí, en las escuetas líneas de un periódico o en las generalistas palabras de muchas revistas especializadas, el argumento de esta obra maestra. En seguida van a topar con la piedra angular desde la que se articula todo el discurso y muchos, de un modo comprensible, se tiraran para atrás. “No me interesa”, dirán con cara de indiferencia. Se equivocan de todas todas. Sí, Eden trata sobre un estilo musical que para muchos queda muy lejano. El House, y en concreto el French Touch, es algo que muchos, sobretodo los que ya superan la cuarentena, ven como algo ruidoso y reservado para festieros veinteañeros. Miren, ni el que escribe ahora, ni la película misma, intentamos cambiar su visión sobre nada, y menos aún sobre esto. Ustedes sabrán si se cierran a esta oportunidad. Pero también quedan avisados de que no es necesario ser un entendido, ni siquiera un consumidor, de esta música para disfrutar de esta impagable cinta. Este movimiento, que como su nombre indica, se inició en Francia a principios de los noventa, perduró durante las décadas posteriores; un gran destello de lucidez dentro de la cultura gala. Al igual que hizo Michael Winterbottom en 24 hour party people, Mia Hansen-Løve elige una persona en concreto para mostrar un todo. Otra demostración de que no hay mejor lema para un buen guión que el piensa en global y actúa en local. ¿A caso el cine no se basa en encontrar el mejor ejemplo para enseñar una idea, un sentimiento, un momento? Una filosofía que compartimos muchos y que, poco a poco, nos va dando unas recompensas tan inesperadas como esta.


Con esta pieza, Mia Hansen-Løve añade otro título a su impecable filmografía. Primero fue Tout est pardonné, en 2009 Le père de mes enfants y, por último, en 2011 estrenó Un amour de jeunesse; todas ellas, como no podía ser de otro modo, pasaron desapercibidas dentro de nuestros circuitos. Una pena que esperemos se remedie cuando Eden coja toda la fama que se merece. La creadora parisina rompe parte de sus dinámicas estilísticas y rítmicas, pero mantiene algo que sigue siendo vital para ella: la importancia de lo autobiográfico. En este caso cambia el sujeto; ya no es su historia, sino la de su hermano. Sven Hansen-Løve fue uno de los principales nombres del French Touch y ahora se une con su congénere para escribir este magnífico guión. Algo nuevo para ambos esto de escribir a cuatro manos, pero, viendo el resultado final, se desvela como un experimento de lo más acertado. Evidentemente, se cambian nombres y se ficciona con maestría todo lo sucedido entre 1992 y hasta casi llegar a nuestros días; el instrumento que usan es un brillante alter ego nombrado Paul Vallée. Además, un novel Félix de Givry se encarga de dar vida a este complejo y fascinante personaje. Un de Givry que debuta por la puerta grande. Puede que haya nacido una estrella o, por lo menos, un actor que va a dar mucho de qué hablar dentro del cine francés. Del resto del reparto, seguramente, la cara más reconocible sea la de Pauline Etienne, que ya nos sorprendió en Paradis perdu o La religieuse. Una actriz que nos vuelve a demostrar su versatilidad y el inmenso talento que posee. Francia tiene cine indie para rato, ¡menuda envidia!


Pero esta genialidad no sólo luce por tener un gran guión, estructurado en dos partes y con claros capítulos marcados por los años; no. Tampoco son los intérpretes, estupendos todos ellos, los que acaparan la totalidad de los elogios. Y ni tan siquiera la sorprendente dirección de Hansen-Løve eclipsa a las otras partes. Es que Eden lo tiene todo. Su banda sonora, evidentemente, es una delicia indescriptible. Cuando uno habla de French Touch es lógico que automáticamente se piense en los inconmensurables Daft Punk, pero es mucho más que eso. Sí, no se asusten, este dúo también aparece en la trama, y en la música que la acompaña, pero es un gran ejercicio de pedagogía recordar que hubo mucho más y de muy alta calidad. Pero, para ser justos, hay tres nombres claves que debe ser citados. Primero está Anna Falguères, la directora artística que ya nos enamoró con À perdre la raison o Suzanne, y que ahora se enfrenta al inmenso reto de recrear un momento histórico tan cercano como son los noventa. Después nos topamos con el veterano e internacional Denis Loire, responsable de la luz de Still Alice o de hollywoodiadas como 88 minutes o Righteous kill. En Eden rompe los esquemas que han predominado sobre cómo iluminar las fiestas nocturnas y da otra vuelta de tuerca de lo más magnética. Y, para terminar, nos encontramos con el peculiar dinamismo de Marion Monnier. Habitual montadora de  Hansen-Løve y que ahora ha ganado popularidad con su trabajo en Clouds of Sils Maria. No sólo imprime un ritmo único, sino que consigue acercarse y alejarse al videoclip a su antojo. Junto con la directora, forman un equipo técnico sin brechas, que va a la una y que demuestra la importancia que tiene en el cine el trabajo en equipo y la compatibilidad. Una confluencia de genios en plenitud de forma. No desaprovechen la oportunidad de ver Eden; lo lamentarían.

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'Los exiliados románticos', demasiada paja para tan poco grano

Una crítica de @AdriNaranjo2

Permítanme que inicie este análisis con un símil que me parece suficientemente gráfico como para mostrar lo que evoca Los exiliados románticos. Es, sencillamente, un delicioso Ferrero Rocher en medio de una pestilente coliflor hervida. Viéndolo así, es comprensible que la mayoría no ose ni acercarse a ello; pero siempre habrá un selecto grupo de valientes (“benditos sean los que se aventuran”) que, con pulso firme y mirada convencidos, se atreverán a probar tan terrible manjar; aunque sólo sea para encontrar esa preciada delicia en su interior. Pues bien, al igual que con esta inconcebible “comida fusión”, los que osen degustar este film, acabarán chocando contra algunos pequeños manjares de calidad excepcional, pero la coliflor (o sea, todo lo demás) es tan innecesaria, aburrida y desagradable que a uno se le van las ganas de tan siquiera valorar el anhelado dulce que atesora.
Aún así, si hacemos el esfuerzo de obviar ese tedioso envoltorio, veremos que las virtudes de Los exiliados románticos son algunas de las pocas señales de esperanza en nuestra cinematografía moderna. Cuando Jonás Trueba se quita los incomprensibles complejos, que demuestra tener demasiado a menudo, aparecen unos destellos de perfección que, simplemente, enamoran; pero son tan pocos estos momentos buenos... Y aquí nos topamos con una de las incógnitas más grandes de lo que llevamos de siglo XXI: ¿a qué genio se le ha ocurrido la brillante idea de hacer una película de 70 inconcebibles minutos? Claramente hay otra pregunta que, haciendo un poco de ciencia ficción, pasa rápidamente por nuestra mente. ¿Qué sería mejor, alargarla y convertirla en una película en condiciones o reducirla para conseguir un cortometraje? Lo ideal: la segunda opción. Si le hubieran dado el proyecto en bruto a algún montador joven y en la onda modernilla, seguramente habría generado uno de los cortos que suelen estar nominados a los premio gordo. Y, sinceramente, sería preferible y más útil gastar todo lo que nos ahorraríamos en pagarse una buena juerga con el equipo de rodaje. Esta falta de decisión, que ahora se desvela como un error garrafal, no deja de ser un problema de preproducción; del guionista y del productor. Es lógico pensar que este fallo habría sido evitable si el susodicho director se hubiera apellidado Sánchez o Rodríguez.

La trama es más predecible que una simple pechuga de pollo; pero no me entiendan mal, no es algo negativo. La historia es sencilla, ¿y qué? Nos queda claro desde un principio, dándonos en la cara con un viaje en furgoneta, que aquí lo más importante será el camino y no el destino. Por lo tanto, la dramaturgia asume un discreto segundo plano para dejar paso a la estética y el ritmo visual. Resumiendo: el mayor de los logros de esta cinta es su rollo videoclipero y su liviana simpatía. Una combinación que no disgusta, pero que entonces no deja claro el porqué de todo lo demás. En concreto, la secuencia en que Vito, el protagonista, debe hablar con su chica, es desastrosa. Cuando uno quiere escribir un sentimiento como es el nerviosismo, debe tener muy claro que los clichés no están permitidos. Ya hemos visto infinidad de veces a personajes nerviosos que 1) fuman, 2) miran al reloj o, y como en este caso, 3) tiemblan. Ya está bien. Pero seamos constructivos. Si en vez de poner al pobre chaval tiritando durante diez minutos como si estuviera en la plaza roja en calzoncillos en pleno mes de enero, se podría haber usado algo más sutil y elegante como la acción de abrocharse y desabrocharse compulsivamente el último botón de la camisa. Cuando al maestro Kieslowski se le planteó en Tres Colores: Azul mostrar la frustración de Binoche, pudo elegir el camino fácil, el de chillar en un coche con las ventanillas cerradas y el motor apagado; pero no, el genio de Varsovia puso a la actriz francesa destrozándose los nudillos contra un muro. Un gesto que rebosa simbolismo y originalidad. Pues algo así esperábamos ver en el caso que ahora nos ocupa.

Los tres amigos, unos Vito Sanz, Francesco Carril y Luis Parés que se interpretan a sí mismos, emprenden un viaje de Madrid hasta París. El motivo de este empieza siendo un puro misterio, pero, poco a poco, se van destapando los porqués de cada uno de ellos. También resulta excesivamente estereotipado que todos estos caminos vitales tengan nombre de mujer. Encima tienen la desfachatez de hacer un gag sobre este mismo cliché, mencionando al test de Bechdel. Pero bueno, en estas cosas también reside el curioso encanto de esta pieza. Los exiliados románticos es pedante, muy pedante, pero ¿por qué esto debe ser algo malo? Es curioso como en este país nos burlamos del que sabe más, del culto, del listo de la clase. No nos escondamos de nuestros conocimientos, seamos atrevidos y despreocupados como lo es esta obra. El inconveniente viene cuando esta pedantería, que bien nos gusta en el cine de gente como Coixet, se transforma en prepotencia. En un ejercicio de autocomplacencia casi masturbatorio. Todos sabemos hacer referencias cultas o hacer guiños al cine de Rohmer; no hace falta repetirlo una y otra vez.

Las partes buenas de esta película son muy buenas, de verdad, pero las malas son tan grandes y contundentes que no compensan. Si lo que realmente quieren ver es algo indie y rompedor, diferente y provocativo, con talento y sensibilidad, es más recomendable optar por algún cortometraje como Yeah! Yeah! Yeah! de Marçal Forés; una pieza que, con mucha menos duración y un presupuesto irrisorio, consigue humillar todas las propuestas que se puedan hacer en Los exiliados románticos.

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'Anacleto: Agente Secreto', fiasco a la española

Una crítica de @AdriNaranjo2

La verdad es que esta crítica podría ser de lo más escueta; de hecho, si me apuran, podría ser de una sola palabra: tonta. TON-TA. Anacleto: Agente Secreto es, sin ninguna duda, una de las películas más estúpidas y prescindibles del año. Puede que lo que vaya a decir a continuación parezca una obviedad, y evidentemente lo es, pero toda obra artística tiene dos tipos de receptores: a los que les gusta y a los que no. Menuda tontería dirán, ¿no? Pero es bueno dejar constancia de que habrá mucha gente que disfrutará de esta pieza y no compartirá nada de lo que pueda decir. Aún así, me reafirmo en todo lo dicho: Anacleto es una banalidad, una comedia que sólo hace gracia en algunos (pocos) momentos, un despropósito total. Además, y eso sí se lo tenemos que dar, consigue algo que parecía imposible: que sus nimios 87 minutos se hagan largos. ¡Qué tedio, por Dios! Una ida y venida de chistes fáciles, clichés innecesarios y dramatismos forzados.

Lo que también es cierto es que no hay nada más subjetivo en este mundo que la comedia. Aunque todo (absolutamente todo) puede ser el catalizador para un chiste, un gag o una sátira, es verdad que lo que hace gracia a uno no se la hace a los demás. El drama, sin querer quitarle importancia, sabe con certeza qué hace llorar o qué emociona, pero la comedia es una caída al vacío y un mar de incertidumbres. Aún así, Anacleto peca en muchos apartados independientes al de su humor burdo y poco refinado. Los actores, por mucho renombre que tengan, aparecen incómodos y haciendo interpretaciones muy alejadas de su habitual nivel. Puede que Quim Gutiérrez, el insípido hijo del agente secreto encarnado por Imanol Arias, sea de lo mejorcito de este elenco lleno de caras reconocibles. Areces, haciendo de súper villano, cae en el ridículo una y otra vez; el propio Arias parece desorientado y falto de chispa; y Berto Romero está, sencillamente, irreconocible e insulso.


Pero esta producción no sólo puede disgustar por todos estos motivos, sino que además es indigesta como pocas. Cuando ya han pasado unos minutos, o tal vez unas horas, del fin de la proyección, uno puede recordar algunos momentos divertidos (que haberlos, haylos), pero el regusto es más agrio que el de un yogur sin azúcar caducado. El guión, aunque tiene la acertada intención de ser distendido, es de primero de escuela de cine. Una parodia sin más, que nos recuerda con brutalidad que en este país siguen habiendo unas tendencias que rozan lo cancerígeno. Francamente, algunos ya estamos hartos de este estilo blanco e insípido que parece haberse apoderado del monopolio cómico español. La falta de ritmo no ayuda a esconder los errores estructurales y los erráticos diálogos (por favor, presten atención al infumable minuto en el que aparecen Buenafuente y Corbacho. ¿¡Por qué!?). Y con el ritmo se descubre otro departamento que también es para darle de comer aparte: el montaje. Pero, y aquí viene lo bueno, toda la vergüenza ajena que uno puede llegar a pasar con la vis cómica de la cinta, queda compensada por el impecable trabajo técnico que se observa en la acción. La edición de sonido, sin ir más lejos, es sobresaliente. Se nota la mano del infatigable Oriol Tarragó; un gran trabajo, sí señor.


El resto de secciones técnicas, sin lucir en exceso en ningún instante, solventan los posibles contratiempos y nos dejan un resultado correcto, pero falto de originalidad. La fotografía es decente, la dirección aceptable y el arte intenta quedarse en un segundo plano y destacar lo mínimo. Si el cómputo global es malo, la técnica es, simplemente, mediocre. Tampoco vamos a hacer leña del árbol caído

Y, ya para acabar, permítanme que haga una interpelación directa a los responsables de todo este desastre. Ustedes quieren hacer una película que, aunque no se diga, sucede en Cataluña, ¿verdad? Masías, fuets, calles más que reconocibles de Barcelona, Quim Gutiérrez, Berto Romero,... Muy bien, pues no me pongan a Imanol Arias; por favor. Tengan un poquito de coherencia; sólo un poquito; que no hay por donde comerse eso.

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